Al Otro Lado
por Carlos Lozano
Capítulo I
Caía
la tarde a plomo, como mi cansado cuerpo sobre el camastro, después de la
jornada de trabajo en la plantación. Por suerte, al día siguiente tenía libre y
un compañero me había convencido para que lo acompañara esa noche a dar una vuelta por la ciudad. Mientras
le esperaba, mi imaginación comenzó a volar hacia el mismo lugar en el que
venía haciéndolo últimamente. Había pasado ya más de un año desde que llegue a
la isla caribeña, el mismo tiempo que no tenía noticias de Guaxara. Recordaba
como nos conocimos en El Valvanera, el barco que nos trajo hasta aquí, como me
quede impactado nada más verla y los momentos que compartimos durante la
travesía... y como la perdí nada más llegar. En teoría, tenía que haber
desembarcado en La Habana, pero decidí hacerlo una escala antes, en Santiago, donde
lo hizo Guaxara, para no separarme de ella, salvando sin saberlo en ese momento
mi vida, ya que el buque naufragó antes de llegar a La Habana y nadie
sobrevivió. Tras poner pie en tierra, me indicaron que existía en el mismo
puerto una oficina de contratación a la que me dirigí. Me encontré con una
larga cola. Al ritmo que avanzaba, era vidente que iba a pasar parte del día en
ella antes de ser atendido. Guaxara, me indicó que tenía que dirigirse cuanto
antes a una dirección en la que la esperaban para hacerle un contrato de
trabajo que traía apalabrado desde Las Palmas. Me dijo que no me preocupara,
que en cuanto tuviera resuelto su contrato, regresaría a buscarme. Se marchó.
No volví a saber de ella.
Llegó
el compañero. Se llamaba Juan, pero lo conocíamos por Lanzarote, por provenir
de la isla de los volcanes. Anduvimos por la ciudad hasta bien entrada la
noche, comiendo aquí, bebiendo allá, más bebiendo que comiendo. Con unos
cuantos vasos de ron encima, llegamos a un local de la periferia. Una chica de
amplia sonrisa y senos al descubierto
nos recibió en la barra. Pedimos ron. El sitio estaba tranquilo. Engullí el ron
al ritmo de una bachata que sonaba en el ambiente. Pedimos otro ron. Me percaté
de que al fondo de la barra, en una zona a media luz, una chica de rodillas se
lo estaba haciendo a un tipo gordo. Al cabo de unos minutos el gordo salió de la
zona de penumbra a la par que se subía la bragueta. Limpiándose el sudor de la
frente con un pañuelo y con cara de felicidad se dirigió hacia la zona de la
barra donde estábamos nosotros.
- ¡No hay nada como que te la chupe una isleña!.-
exclamó.
Tras de él, aparecía la chica. Se limpiaba con
cuidado algunas gotas de semen de las comisuras de los labios. Dí un respingo y
sin pensarlo, me abalancé sobre el tipo lanzando su obeso cuerpo al suelo.
Tumbado en el suelo y yo de pie le grité:
- ¡Máldito hijo de perra!
Justo cuando me disponía a golpearlo, Lanzarote me
sujeto. El tipo gordo aprovecho para levantarse. El desconcierto reinaba en su
cara:
- ¡¿Se puede saber que haces imbécil?! - me dijo, y
a continuación dirigiéndose a alguien tras de mi inquirió - ¡Oiga! ¡Este tipejo
me ha agredido sin más!.
Miré hacia atrás y un mulato del tamaño de un
armario y bien musculado venía hacia mí.. Acto seguido, sin atender al gordo ni
al mulato, fui hacia la chica. Estaba impactado por su huesuda cara en la que
ni el maquillaje puesto en exceso conseguía disimular unos salidos pómulos y
unas profundas cuencas de los ojos, unos ojos tremendamente tristes y apagados.
- ¡Soy yo! ¡¿no me reconoces?! - le dije
- No sé quién eres. No te he visto en mi vida.- me
respondió casi sin mirarme.
- ¡¿Cómo que no?! ¡Maldita seas!
- ¡Eh, deja de molestar a Rebeca! ¡Deja de molestarnos!
- intervino la chica de la barra.
- ¡¿Rebeca?! ¡Qué...
No pude decir nada más, ya tenía el mulato del
tamaño de armario encima. Me lanzó un golpe que esquivé a duras penas, Lanzarote
tiró de mi, soltó unos pesos sobre el mostrador y salimos a la carrera. Justo
antes de abandonar el local, aún tuve todavía tiempo para volverme y
reencontrarme de nuevo con su mirada, una mirada en la que en lo más profundo de la misma pude llegar a
ver un reclamo de auxilio. Cuando salimos y nos alejamos del local, Lanzarote
atónito no daba crédito a lo sucedido
- ¿Se puede saber que te ha pasado?
- Es ella ¡Es ella!
-¿Quién?
- ¡Guaxara!
continuará....
El Valvanera.
Inicio De Un Sueño
por
Carlos Lozano
Nunca podré olvidar aquel 17 de
agosto de 1919 cuando vi por fin aparecer a El Valvanera, con sus 131,9 metros
de eslora y sus ocho mil toneladas, haciendo su entrada en el puerto de Las
Palmas de Gran Canaria. Aquel moderno y rápido vapor de dos hélices, de Pinillos
e Izquierdo, no era sólo en esos instantes para mí, un fenomenal buque de pasajeros, sino sobre
todo, el medio con el que iba a llevar a cabo la realización de un sueño.
El Valvanera había iniciado su
travesía días atrás en Barcelona, con escalas en Málaga y Cádiz, donde había
recogido pasajeros y partidas de frutos secos, vino y aceitunas. En Las Palmas,
le esperábamos para embarcar más de doscientas personas. Junto a mí, para
despedirme, estaban mis padres y mi querida hermana. A pesar de las ganas que
tenía por iniciar mi aventura, la despedida fue dura. Mi madre y mi hermana no
paraban de llorar y de abrazarme y mi padre no dejaba de darme consejos, y los
tres me pedían ansiosamente que les escribiera en cuanto llegara. Alrededor
nuestro, escenas similares se repetían, aunque en muchos casos, eran familias
enteras a las que se les veía embarcar.
Tras repostar y recoger a los nuevos pasajeros, el Valvanera puso rumbo a alta mar, cargado de sueños e
ilusiones y dejando, tras de sí, vidas
desesperadas. Lo primero que hice en el barco fue asomarme por la cubierta de
popa. Desde allí, contemple La Isleta.
Dejaba mi isla, mi barrio, mi familia, mi infancia, mi escuela...
Hacía cuatro años que había
terminado la escuela y desde entonces me había dedicado a buscar trabajo para
ayudar a la familia. El salario de mi padre no daba para mucho y había que
ayudar. Pero el trabajo escaseaba, éramos muchos los jóvenes que lo buscábamos.
La economía, en general, en las islas estaba mal. A la par, eran constantes las
noticias que llegaban desde el otro lado del océano sobre las posibilidades de
conseguir un trabajo bien pagado allí. Así que le conté a mi familia mi deseo
de marcharme, iría a Cuba, tenía un fuerte pálpito, mi plan sería trabajar
durante unos años en la isla caribeña hasta conseguir el dinero suficiente para
regresar y poder darle una vida cómoda a mi familia.
Y así, allí estaba, en la popa del
Valvanera, viendo como mi querida Gran
Canaria se deshacía en el horizonte igual que las dos lágrimas que me recorrían
las mejillas.
Me di la vuelta, me sequé la cara y dirigí mi
mirada a la inmensidad del Atlántico. Recuperé las ganas y la ilusión. La
aventura empezaba. Tras dos escalas en Tenerife y La Palma, donde se recogió al
resto del pasaje, el buque puso rumbo con más de 1200 personas a bordo a San Juan de Puerto Rico,
primera escala en el continente americano.
La travesía duró catorce días. Los
dos primeros los pasé tumbado en la litera con un fuerte mareo, por suerte, al
tercer día se me quitó. El tiempo fue bastante bueno durante todo el trayecto. Una
cosa que me llamo la atención del barco durante el viaje era que, cada día que
pasaba, se escoraba más a estribor y este hecho no sólo fue una apreciación
mía, ya que se empezó a comentar
con cierta preocupación entre los pasajeros. La gente que viajaba eran casi todos
emigrantes; había estancieros, vendedores de frutos del país, artesanos ligados
a la construcción, bodegueros, agricultores, etc.
A mitad de travesía, me sucedió un
hecho que luego tendría gran trascendencia en mi vida. Estaba paseando por la cubierta cuando empecé
a oír una dulce voz que entonaba una conocida décima guanchera que decía así:
Para
la Habana me voy,
madre, a comer plátanos fritos,
que los pobres de aquí,
son esclavos de los ricos.
madre, a comer plátanos fritos,
que los pobres de aquí,
son esclavos de los ricos.
Llegué
hasta quien cantaba y entonces vi que se trataba de una hermosa y bella joven,
más o menos de mi edad, de la que me quedé prendado al instante. Tenía un
cabello espeso y moreno que le caía coquétamente en forma de rizos sobre los
hombros y unos ojos grandes del color de la miel. Entablé conversación con ella
lo mejor que supe. Me contó que viajaba sola y que iba a Santiago de Cuba con
la promesa de un contrato de trabajo. Yo le comenté que también viajaba sólo, pero
que iba a la Habana. El resto del viaje
lo pasé intentando estar el máximo tiempo posible junto a ella, junto a Guaxara.
A primera hora de la mañana del día
catorce se divisaron las costas americanas. Tras escala en Puerto Rico, nos
dirigimos a Santiago de Cuba. Esto, en teoría, suponía tener que despedirme, posiblemente
para siempre, de Guaxara. Y digo en teoría porque sucedió lo siguiente.
Acompañe a Guaxara a tierra. Nos fundimos en un abrazo para despedirnos que me erizo
la piel. Fue un abrazo tan intenso que sentí que algo me decía que no debía
separarme de ella. No obstante, di media vuelta y empecé a subir al barco.
Entonces me llamo de nuevo la atención la inclinación del navío. No sé si fue
otro pálpito, el deseo de no separarme de Guaxara o el estado del buque, pero
lo cierto es que recogí
mi maleta y baje a tierra. Curiosamente, al igual que yo,
la mayoría de los pasajeros abandonaban
el barco, aunque a muchos de ellos les había escuchado decir que su destino era
La Habana. Lo que, en esos momentos, no sabíamos, ni yo ni los pasajeros que
dejamos el barco, es que estábamos salvando nuestras vidas.
Días más tarde, saltó la noticia. La
noche del 9 al 10 de septiembre El Valvanera sorprendido por un fuerte huracán
naufragó justo antes de llegar a La Habana, el viento lo empujó sobre un bajo
arenoso en Half Moon Shoal. Al embarrancar volcó sobre el costado de estribor. No
sobrevivió ninguna de las 488 personas que aún viajaban a bordo. Lo que más desee en ese momento era que la
carta que había escrito a mi llegada a mi familia les llegara cuanto antes,
para que supieran que estaba bien. Unas semanas más tarde recibí una carta de
mis padres en el que me expresaban su gran alegría y la angustia que pasaron
hasta que tuvieron noticias mías.
Epílogo
En Cuba, conseguí trabajo en las
plantaciones de tabaco, con el tiempo pude llegar a tener tierras propias y a
hacer unas inversiones que me resultaron muy rentables. Esto me permitió poder
enviar dinero regularmente a mi familia y mejorarle su vida. Guaxara se convirtió en mi mujer, tuve tres
hijos con ella, dos chicos y una chica. Nos quedamos a vivir para siempre en Cuba. Nos enganchó El
Caribe con sus paisajes, colores, aromas y gentes. En la actualidad varios de
nuestros nietos viven en Las Palmas de Gran Canaria.
NOTA
DEL AUTOR
Ciertamente,
El Valvanera existió, y todos los datos que se muestran sobre las características
de este buque, escalas que realizaba o tiempo que tardaba en realizar la travesía transoceánica,
entre otros, son reales. También es un hecho
histórico que El Valvanera
naufragó en la fecha indicada, justo antes de llegar a La Habana. Las crónicas
del momento señalan que, dentro de la desgracia, afortunadamente la mayoría del
pasaje dejó el barco en Santiago de Cuba, aunque algunos tuvieran inicialmente como
destino final La Habana.
A lo largo de la historia han sido
varias las oleadas migratorias producidas entre ambos lados del océano. De
hecho, desde Canarias la emigración no ha sido tanto hacia la Península o
Europa, sino que ha existido una fuerte tradición de emigrar hacia el
continente Americano, sobre todo a países como Cuba o Venezuela. Las razones migratorias,
como suele ser habitual, han sido las de mejorar las condiciones de vida, pero
también fueron en algún momento, las de buscar un lugar donde llevar a cabo inversiones.
Últimamente, la dirección migratoria se produce, sobre todo, desde El Caribe
hacia Canarias. Muchos cubanos que residen actualmente en Canarias son
descendientes de Canarios que emigraron en su momento hacia la isla caribeña.
Hoy día, vivir en Las Palmas conlleva el privilegio de tener amigos cubanos.